lunes, 31 de mayo de 2010

Una historia conmovedora y real, de esas que nos hacen reflexionar

Agapito

por ROSA MONTERO 30/05/2010 EL PAÍS SEMANAL


Qué cosa rara es la vida. Sólo tenemos una, se acaba en un abrir y cerrar de ojos y siempre es muy pequeña, es decir, siempre es infinitamente más pequeña que nuestros deseos. Es un traje que nos queda estrecho. Y si esto es así incluso en la vida de los grandes hombres y las grandes mujeres, ¿qué decir de esas existencias estáticas y en apariencia diminutas de las que a veces tenemos noticia? Leí hace unas semanas en un reportaje de Efe que Agapito Pazos (en la fotografía) acababa de morir en un hospital gallego a los 82 años. Fallecer a esa edad y en un hospital es algo muy normal, pero lo que resulta muy poco habitual es el hecho de que Agapito llevara 79 años viviendo en ese mismo centro sanitario. A los tres años de edad lo abandonaron en la puerta del Hospital Provincial de Pontevedra. Estaba dentro de un cajón y sufría graves minusvalías. Cuando los médicos lo examinaron, descubrieron que padecía espina bífida y que para entonces el niño ya tenía tres de sus cuatro extremidades atrofiadas. Jamás pudo caminar.


Agapito ya no volvió a salir de allí. De hecho, incluso estaba empadronado en ese lugar: habitación 415, cama dos, Hospital Provincial. Lo imagino creciendo en las camas de pediatría, alcanzando la confusa pubertad, siendo trasladado a la sección de adultos. Y envejeciendo lentamente allí, día tras día. Fue viendo cambiar el mundo desde su cuarto. Y desfiló la historia por delante. Si acaba de morir con 82 años, tuvo que nacer en 1928 y llegar al hospital en 1931. De manera que pasó allí la guerra y la posguerra. El reportaje no decía nada de cómo se vivieron esos tiempos amargos en el Provincial, pero sí explicaba que, al principio, Agapito compartía cuarto, o más bien sala, con otros diecinueve enfermos, y que al final estaba en una habitación con sólo dos camas. Un cambio muy elocuente que habla de los enormes cambios experimentados en España en las últimas décadas. En algún momento de la quieta travesía de Agapito debieron de hacer obras en el hospital para achicar los cuartos; y en otro momento aparecerían los televisores, y, a través de ellos, el mundo.

Decía el texto que, pese a sus limitaciones físicas, Agapito estaba totalmente integrado en el centro sanitario. Era el encargado de guardar las llaves del armario de medicamentos y del almacén, y al parecer se tomaba muy en serio su responsabilidad y desempeñaba el trabajo con gran eficiencia. También le encomendaban vigilar a alguno de los pacientes con los que compartía cuarto. Por lo visto era muy popular en el Hospital, por el que solía pasearse en su silla de ruedas. Y esto es lo más fascinante de la vida: que estés donde estés y ocupes el lugar que ocupes, todas las existencias terminan teniendo, en su más profunda intimidad, el mismo recorrido. Seguro que Agapito lloró, rió, se enfadó y se enamoró. Seguro que compartió sentimientos con amigos y conoció la alegría. Seguro que estuvo lleno de sueños y de miedos. De entrada, la historia de Agapito resulta dolorosamente conmovedora, produce angustia y pena, una sensación de encierro y desperdicio. Y, sin embargo, estoy convencida de que esa vida que nos parece tan pequeña fue una vida completa. ¿Quién puede asegurar que Alejandro el Magno, por ejemplo, viviera con más intensidad y menos frustraciones que Agapito?

Antes he dicho que no volvió a salir del hospital, pero lo cierto es que sí que abandonó el centro un día, durante unas horas. Cuando ya había cumplido sesenta años, un empleado del hospital lo llevó a una playa cercana a ver el mar. Me lo imagino contemplando esa inmensa masa de agua que por lo general también parece vacía y quieta, pero que en realidad está llena de corrientes furiosas, de plantas y animales. Por debajo de la superficie, palpita la vida poderosa.

Murió de una parada cardiaca, que no parece una mala muerte. La biografía de Agapito tiene mucho de historia de terror, pero también está llena de luz. Entre otras cosas, hay que celebrar un sistema social que acoge a Agapito y lo mantiene en un hospital –en el mundo, en la vida– durante 79 años, en vez de arrojarlo a las tinieblas de la marginalidad y la calle. Y hay que celebrar al propio Agapito y a sus ganas de vivir, que sin duda tuvo que tener para llegar a ser octogenario. Déjenme que contradiga el principio de este artículo: en realidad no hay existencia pequeña. Un saludo a tu memoria, Agapito Pazos.